viernes, 1 de agosto de 2025

La falta de consenso básico: El problema central de nuestro tiempo

 

En nuestros artículos anteriores, hemos establecido dos verdades fundamentales. Primero, que la realidad es objetiva y se confirma a través de la acción; no es una mera construcción social. Segundo, que la negación de esta verdad, el relativismo posmoderno, es una posición insostenible que desmantela los pilares de una sociedad funcional. Ahora, nos enfrentamos a la inevitable consecuencia de estas ideas: ¿qué sucede cuando una sociedad pierde el ancla de la realidad objetiva? El resultado es la falta de consenso básico, un problema que no es solo una molestia, sino la verdadera crisis de nuestro tiempo.

La sociedad humana se ha construido sobre un terreno común de hechos y valores. Pensemos en un puente. Para construirlo, los ingenieros deben acordar las leyes de la física, la resistencia de los materiales y los principios de la estática. Si un ingeniero decide que "su verdad" es que la gravedad no existe, o que el acero es una construcción social, el puente simplemente se derrumba. De la misma manera, para que una sociedad funcione, sus miembros deben poder ponerse de acuerdo en verdades fundamentales. Esto no significa que todos deban pensar igual, sino que todos deben operar bajo las mismas reglas del juego.

Cuando este acuerdo básico se desvanece, se rompe el tejido de la comunidad. No podemos tener un debate significativo sobre el cambio climático si una parte de la población niega la existencia de los datos científicos. No podemos construir un sistema de justicia si la verdad de un testigo es solo "su verdad" y no un hecho verificable. La falta de consenso no es un síntoma; es la enfermedad misma que nos impide resolver problemas colectivos. Nos condena a vivir en silos de información, en universos paralelos donde el diálogo es imposible porque ni siquiera compartimos la misma realidad.

Esta fragmentación es la trágica herencia del relativismo extremo. Al proclamar que todas las ideas son igualmente válidas y que la verdad es una elección personal, hemos desarmado nuestra capacidad de discernir. El intelecto, que debería ser una herramienta para buscar la verdad, se ha convertido en un arma para defender nuestra narrativa tribal. El resultado es la parálisis. Cuando una sociedad no puede acordar el diagnóstico de sus problemas, mucho menos podrá acordar una solución.

Entonces, ¿cómo salimos de este laberinto? La respuesta no es buscar la uniformidad, sino la coherencia. No se trata de obligar a todos a pensar lo mismo, sino de reconstruir la base sobre la que se construye el pensamiento. Debemos volver a valorar los hechos, a honrar la evidencia y a reconocer que, por muy diversas que sean nuestras interpretaciones, hay un mundo que opera con sus propias leyes, independientemente de nuestros deseos. El consenso no se impone; se gana a través de la razón y de la experiencia compartida. Es un acuerdo que nace del reconocimiento humilde de que, más allá de nuestras narrativas, existe una realidad que nos une a todos.

La tarea no es fácil, pero es vital. El primer paso es reabrir el diálogo, no para debatir la existencia de la realidad, sino para reafirmar nuestra fe en que, al actuar de acuerdo con ella, podemos construir un futuro juntos. Solo así podremos superar la parálisis y recuperar la capacidad de actuar con sabiduría y propósito.


Gustavo Godoy




jueves, 31 de julio de 2025

La quimera del consenso: Reivindicando al solista eficaz

 


Vivimos inmersos en el seductor clamor de la colaboración a ultranza, la voz unánime del consenso, el ideal de que la suma de todos los pareceres siempre superará la acción individual. Pero esta quimera, al chocar con la testaruda realidad, se disuelve en la ineficacia. Es hora de reivindicar al solista decidido y al coro de voces mínimas y precisas, dejando de lado la orquesta que se ahoga en su propio estruendo.

Nos urge explorar y abrazar la maximización de la autosuficiencia individual, donde el trabajo en grupo se reserva solo para cuando es estrictamente necesario, manteniendo esos equipos lo más pequeños y eficientes posible. Esta es la esencia de la Autosuficiencia y Colaboración Estratégica.

La existencia, en su núcleo, no es una democracia de voluntades para cada trivialidad. Es una danza que exige pasos firmes, decisiones audaces y una dirección clara. Cuando el objetivo es la autosuficiencia productiva, la estrategia más funcional no reside en la dispersión de la responsabilidad, sino en la concentración de la iniciativa. Aquí, la autonomía individual es el pilar. La colaboración, entonces, se vuelve intencional y limitada, siempre al servicio de la eficiencia lograda a nivel personal o en grupos muy reducidos. Esto contrasta marcadamente con la macroeficiencia de las grandes escalas, a menudo una ilusión.

Imaginemos, para iluminar esta verdad, la preparación de una fiesta de cumpleaños. Dos visiones se enfrentan. En un extremo, la Fiesta de los Comités Infinitos, donde el grupo entero se erige como el árbitro de cada detalle. Se convoca una asamblea para decidir el tema, el lugar, el menú, la lista de invitados, la música, incluso el color de los globos. Cada opinión es una flecha que busca su blanco, cada voto un micro-referéndum. El resultado es predecible: un torbellino de discusiones interminables, una parálisis por análisis que agota la energía antes de que la primera servilleta sea desplegada. La responsabilidad se diluye, las tareas se solapan o, peor, nadie las asume plenamente. La frustración es el invitado de honor, y la celebración, si acaso llega a materializarse, es un pálido reflejo de lo que pudo ser, un compromiso tibio que no complace a nadie. El "todos deciden" se convierte, paradójicamente, en el "nada avanza".

Ahora, contemplemos el contraste: la Celebración del Propósito Claro, la manifestación misma de la Microeficiencia Activa. Una sola persona abraza la visión de la fiesta. Asume la carga principal de la planificación, el diseño y las decisiones fundamentales. Es la mente maestra, el motor que impulsa el evento. Solo cuando la magnitud de la tarea excede su capacidad —quizás necesita ayuda para conseguir ese vino especial o para montar una decoración compleja—, extiende una invitación a la colaboración. Pero esta colaboración es específica, quirúrgica, no democrática. "Juan, ¿puedes encargarte de las bebidas?", "María, ¿serías tan amable de coordinar la música?".

Aquí, la microeficiencia se despliega en su máxima expresión. Las decisiones son ágiles, las tareas cristalinas y la responsabilidad, ineludible. Cada colaborador sabe exactamente qué se espera de él, sin ambigüedades ni solapamientos. El proceso es rápido, la fricción mínima y la probabilidad de un resultado exitoso se dispara. La iniciativa individual, complementada por una colaboración puntual y deliberada, se convierte en la clave para materializar la visión. Este es el espíritu de la Autosuficiencia y Colaboración Estratégica.

La lección es clara. En un mundo obsesionado con la horizontalidad y el consenso universal, es vital reconocer que la verdadera eficacia florece en la autonomía del actor y en la concesión estratégica de la delegación. No se trata de rechazar la ayuda, sino de entender cuándo y cómo solicitarla sin ahogarse en el fango de la deliberación infinita.

Pero no caigamos en la trampa de trocar una quimera por otra. Esta reivindicación del solista y del coro preciso no es un edicto contra toda colaboración, ni una apología del autoritarismo ciego. La existencia, en su rica complejidad, no se rige por dogmas absolutos. Reconocemos que hay cumbres que solo se escalan con la sabiduría de múltiples cimas, donde la robustez de una decisión o la innovación disruptiva nacen del crisol de diversas perspectivas. El solista, por audaz que sea, es falible si su ego eclipsa la valiosa retroalimentación o subestima la inteligencia colectiva que reside en un equipo diverso. El desafío no es elegir entre uno u otro, sino en orquestar la armonía sutil de la necesidad.

Ahora bien, la vida nos exige ser nuestros propios arquitectos. La complejidad de la existencia y la inercia humana se resisten a la gestión colectiva de cada micro-detalle. Solo al asumir la responsabilidad primigenia por nuestras iniciativas y al convocar a pequeños y eficientes coros para tareas definidas, podemos orquestar una sinfonía de resultados que resuene con la armonía de la verdadera eficacia. El futuro se construye con decisiones claras y acciones resueltas, no con debates perpetuos.

Gustavo Godoy

El Pensador Contracultural: Cuando lo evidente es una rebelión


 

Vivimos en un tiempo curioso, una galería de ideas donde lo verdaderamente rebelde no es lo que rompe esquemas, sino lo que simplemente reconoce lo evidente. Aquello que insiste en presentarse tal cual es, sin adornos ni interpretaciones forzadas, se ha convertido en la gran transgresión. Y quien lo señala, con franqueza, es inmediatamente tildado de retrógrado, de ingenuo, de quien no comprende los matices. Vivimos en una época donde la hiperinterpretación y la subjetividad extrema a menudo nublan la percepción de la realidad. Hay una tendencia a complicar lo simple y a buscar profundidades filosóficas donde, a veces, solo hay algo elemental.

Imagina la escena. Entras a un espacio de exhibición contemporáneo, de esos donde la expresión artística a veces trasciende la comprensión. Te mueves entre piezas complejas y formas abstractas, hasta que tu mirada se detiene en una obra central: un plátano adherido a una superficie con cinta adhesiva. A tu alrededor, el público asiente con solemnidad, compartiendo lecturas profundas sobre el efímero de la existencia, las estructuras de poder o la desarticulación del objeto. Pero tú, impulsado por una honestidad innegable, exclamas en voz alta, sin mala intención: "Pero si es solo un platano." Un silencio tenso se apodera del lugar. Los murmullos de asombro se transforman en reproches sobre tu falta de discernimiento, tu insensibilidad, tu incapacidad para captar la "profundidad" de la propuesta. Has cometido la mayor afrenta: nombrar la cosa por su nombre.

El "pensador contracultural" de hoy no es un agitador de las masas, sino una voz discordante en el ámbito de las ideas. En la teoría, muchos abrazan nociones elaboradas sobre la maleabilidad del mundo, la relatividad de todo concepto y la disolución de cualquier certidumbre. Hablan de un universo sin jerarquías, sin verdades absolutas, donde cada elemento es una mera historia y el rigor es una forma de control. Manipulan el lenguaje, las identidades, las leyes del universo, como si fueran meras construcciones que pueden desmantelarse a voluntad.

Sin embargo, al enfrentar el momento de la verdad, la conducta en la vida diaria es sorprendentemente previsible. Esa misma persona que teorizó durante horas sobre la fluidez de la realidad y la arbitrariedad de los principios físicos, observa cautelosamente a ambos lados antes de cruzar la calle. ¿Por qué? Bueno, el pavimento no se vuelve blando para filósofos o poetas. El pensador contracultural de hoy no propone la próxima gran revolución; su audacia radica en señalar que internet no es omnisciente, o que un plátano, en efecto, es solo un plátano. Él insiste en que las leyes naturales persisten aunque no "creas" en ellas, que el calor de la combustión es una verdad innegable más allá de cualquier significado poético, y que la responsabilidad por las acciones propias es inevitable, incluso al culpar a factores externos.

Su desafío es la claridad en un mundo que a menudo valora la originalidad (a veces forzada) por encima de la verdad sencilla. Ser "contracultural" en este sentido implica la valentía de reconocer y expresar lo obvio, aunque vaya en contra de las corrientes dominantes. Es como si, tras ser picado por el mosquito posmoderno, este pensador hubiese redescubierto la solidez del suelo bajo sus pies. Y eso, en el laberinto de ideas actuales, se convierte en el acto más contracultural.



Gustavo Godoy

miércoles, 30 de julio de 2025

La realidad: Una suposición confirmada en sí misma


En el laberinto de la filosofía, algunos se pierden en la pregunta de si la realidad objetiva "existe" de una manera que podamos probar absolutamente, más allá de toda duda. Es un debate fascinante, pero a menudo estéril para la acción. Sin embargo, lo que sí sabemos, con una certeza aplastante que se siente en cada fibra de nuestro ser, es que cuando actuamos como si la realidad existiera, nuestra vida y el mundo nos ofrecen una cascada incesante de retroalimentación positiva.

La vida no espera pruebas absolutas. Opera sobre la base de suposiciones confirmadas. Cada día es un experimento donde nuestra hipótesis implícita es que el suelo bajo nuestros pies es sólido, que el fuego quema, que el agua hidrata y que las leyes de la física son universales. 

Cuando actuamos conforme a estas suposiciones, los resultados son predecibles y, en su mayoría, beneficiosos. El café que preparas por la mañana, el camino que eliges para ir al trabajo, la conversación que tienes con un colega: todo ello se basa en la expectativa de que hay una coherencia externa que responde a nuestras acciones.

Esta suposición de una realidad objetiva no es un acto de fe ciego, sino una inferencia pragmática constantemente reafirmada. Si crees que el martillo golpeará el clavo y la madera cederá, y actúas en consecuencia, el clavo entra. Si crees que el auto necesita combustible para moverse y lo llenas, el auto arranca. El mundo "responde". Esta retroalimentación constante, esta respuesta favorable de la experiencia, valida la suposición de manera tan contundente que negarla se vuelve un ejercicio puramente teórico, desconectado de cualquier utilidad práctica.

Ahora bien, y aquí está la clave: por supuesto, existe la remota posibilidad de que toda esta experiencia sea una sofisticada ilusión, una simulación digital, un sueño prolongado o una compleja neurosis colectiva. Podríamos, en teoría, estar viviendo en una especie de "Matrix", donde todo lo que percibimos es una construcción. Sin embargo, dedicar nuestro tiempo y energía mental a especular sobre la verdadera "esencia" o "naturaleza fundamental" de esa posible ilusión no nos aporta nada útil en la práctica.

Cabe destacar que la realidad objetiva no es una construcción social. Esta noción, tan de moda en la actualidad, resulta ser una gran insensatez o, al menos, una exageración filosófica. Aunque nuestras interpretaciones y entendimientos de la realidad puedan estar influenciados por factores sociales y culturales, las leyes fundamentales de la física, la química y la biología operan independientemente de nuestras creencias colectivas. La gravedad, por ejemplo, afecta a todos por igual, sin importar cómo la sociedad elija interpretarla.

Considera el siguiente escenario: eres un agricultor que necesita sembrar para alimentar a tu familia. Tienes que preparar la tierra, elegir las semillas adecuadas, regar, proteger los cultivos. La realidad se te presenta como suelo, agua, sol, plagas y ciclos de crecimiento. ¿Sería productivo que, antes de cada siembra, te detuvieras a filosofar si la tierra es "realmente" tierra o solo una representación digital de tierra? ¿O si el sol es "realmente" una esfera de plasma o una proyección luminosa de una entidad superior? 

Para todos los efectos prácticos, y para el objetivo vital de alimentar a tu familia, te es infinitamente más conveniente (y funcional) pretender que la tierra es tierra, el sol es sol y el agua es agua, y actuar en consecuencia. Perder tiempo en esa especulación, aunque filosóficamente intrigante, sería una distracción fatal para tu cosecha.

Aquí es donde entra en juego el sabio pragmatismo del pato. Si un animal camina como pato, hace cuac como pato y luce como pato, para todos los efectos prácticos y para nuestra supervivencia, debemos reconocerlo como un pato. Las especulaciones metafísicas sobre su verdadera "esencia" –¿es un pato real o una simulación compleja de un pato creada por una civilización alienígena? ¿Es una proyección de nuestra propia mente o una manifestación de la conciencia universal?– deben tratarse con indiferencia pragmática. Tratarlo como algo diferente de lo que nos revela no sería útil para nuestra supervivencia. Si ignoramos que es un pato y esperamos que se comporte como un león, estaremos en serios problemas.

La existencia de la realidad objetiva no es solo una creencia conveniente, sino una verdad práctica ineludible. No necesitamos resolver todos los dilemas metafísicos para saber que, si tratamos la realidad como si existiera con sus propias reglas y resistencias, nuestra capacidad de navegar la vida, de construir, de crear y de prosperar se multiplica exponencialmente. 

En suma, la realidad es lo que parece y se confirma al actuar. Asumirla así es funcional para la supervivencia y florecimiento; toda especulación metafísica, aunque intrigante, es una distracción inútil.


Gustavo Godoy

miércoles, 16 de julio de 2025

El mito de la meritocracia y la necesidad de la excelencia


 

La meritocracia: un sistema donde el talento y el esfuerzo individual son los únicos árbitros del éxito. Bueno, un vistazo honesto a la realidad nos obliga a reconocer que la meritocracia, en su forma pura e idealizada, es un mito.

El éxito obviamente no es simplemente el resultado de una fórmula matemática de inteligencia más esfuerzo. Factores como el origen socioeconómico, el acceso a una educación de calidad, las redes de contactos, los intereses, las preferencias e incluso la suerte y las circunstancias aleatorias juegan un papel descomunal, a menudo eclipsando el mérito individual. Nacer en una familia con recursos, tener acceso a las mejores escuelas o simplemente estar en el lugar y momento adecuados puede abrir puertas que el talento bruto por sí solo no podría. 

Las desigualdades de oportunidades, por lo tanto, no son una anomalía fácilmente corregible, sino una característica común, y en muchos sentidos, natural, de la complejidad de la existencia humana y las dinámicas sociales. No es una afirmación de que sean "justas", sino un reconocimiento de su omnipresencia y de la dificultad, si no imposibilidad, de erradicarlas por completo a través de la ingeniería social.

Si aceptamos este realismo con estoicismo, ¿significa que debemos abandonar toda aspiración a la excelencia o la justicia? Absolutamente no. En lugar de perseguir una quimera, debemos adoptar una meritocracia pragmática y funcional. Este modelo no se obsesiona con "nivelar el campo de juego" en todos los aspectos, una tarea titánica y posiblemente contraproducente, sino que se concentra en maximizar la competencia y la eficacia demostrada en roles cruciales. Es decir, desarrollamos nuestra capacidad, enfocándonos en los resultados de la mejor manera posible con los recursos que tenemos.

Pensemos en situaciones donde los resultados importan vitalmente. Si necesitamos un cirujano para una operación compleja, nuestra prioridad es que sea el mejor, el más hábil y experimentado, aquel con un historial de éxitos probados. No nos detendremos a investigar si su ascenso a la élite de la medicina se debió a becas, conexiones familiares o un golpe de suerte que le abrió una puerta crucial en su formación. Nos importa su capacidad para curar, su rendimiento final. Del mismo modo, en la ingeniería, la investigación científica o la dirección de empresas, el imperativo es colocar a las personas que demuestren la mayor capacidad para obtener los resultados deseados. Este enfoque se basa en la utilidad y la funcionalidad, reconociendo que la sociedad se beneficia inmensamente cuando los roles clave son desempeñados por quienes tienen la competencia probada, independientemente de cómo hayan llegado a adquirirla. Cuando a los demás les sonríe la suerte más que a nosotros, debemos alegrarnos por ellos. El resentimiento es un estorbo que no nos permite avanzar en nuestro propio camino.

En contraste con este pragmatismo, ciertas concepciones de la equidad, se presentan como un idealismo mal concebido y contraproducente. Al buscar una "igualdad de resultados" o una compensación radical por todas las "desigualdades de oportunidad" percibidas, estas posturas corren el riesgo de subvertir la propia idea de mérito y eficacia. Cuando se prioriza la representación por encima de la competencia, o se exige una "reparación" indiscriminada basada en categorizaciones grupales, se puede caer en la paradoja de nombrar a personas menos calificadas para satisfacer cuotas o narrativas identitarias. 

Lejos de construir una sociedad más justa, esto puede conducir a la ineficiencia, al resentimiento entre aquellos que sí se esforzaron por adquirir competencias, y a una dilución de los estándares de excelencia.

 La obsesión con la "equidad" en cada micro-resultado puede socavar la capacidad de una sociedad para prosperar, al desincentivar el esfuerzo individual y la búsqueda de la maestría, en aras de una homogeneidad artificialmente impuesta.

Reconocer que la meritocracia pura es un mito no debe llevarnos a abandonar la búsqueda de la excelencia, sino a refinar nuestra visión. La clave reside en un realismo social que acepte las imperfecciones inherentes de la vida, combinado con una meritocracia pragmática que valore y promueva la competencia funcional y los resultados demostrados. Solo así podremos construir sociedades que, si bien imperfectas, sean eficientes, prósperas y, en última instancia, más justas en su capacidad de generar bienestar para todos.

Gustavo Godoy



martes, 15 de julio de 2025

¿Existe la "Verdad Objetiva"? Un Contrapunto al Relativismo Posmoderno


 

Vivimos en una época que parece celebrar la subjetividad como la única verdad posible. "Mi verdad", "tu verdad", "su verdad"; frases que se han convertido en moneda corriente, elevando la experiencia individual a la categoría de dogma inquebrantable. Esta concepción, arraigada en el pensamiento posmoderno francés, sugiere que toda realidad es una construcción social, que no hay fundamentos fijos, y que lo que llamamos "verdad" no es más que una perspectiva, una narrativa entre muchas. Pero, ¿qué ocurre cuando esta idea, tan seductora en su aparente inclusión, colisiona con la cruda y testaruda realidad?

La negación de una verdad objetiva es, en esencia, una indulgencia mental. Es una posición que solo puede sostenerse cómodamente en los confines de la academia o en la burbuja de las redes sociales, donde las ideas no siempre tienen que enfrentarse a las consecuencias de sus propias implicaciones. Es fácil proclamar que la realidad es maleable cuando no salimos de la cabeza o del teclado. Resulta particularmente tentador para ciertos filósofos franceses, que a menudo se ven atiborrados de atención mediática y aplausos por su carácter controversial y su relativismo extremo. Su exuberancia intelectual, sin embargo, no siempre es sinónimo de verdad, y su pensamiento, aunque brillante, puede desconectarse peligrosamente de la realidad. ¿Qué sucede cuando la supervivencia básica está en juego? ¿Acaso la ley de la gravedad se suspende porque yo elija creer que puedo volar? La realidad no negocia con nuestras fantasías.

El problema de este relativismo radical es que, en su afán por deconstruir todas las certezas, termina por desmantelar los pilares mismos de una sociedad funcional y de una vida coherente. Si todo es una cuestión de perspectiva, si no hay hechos incontrovertibles, ¿cómo podemos entonces construir conocimiento, impartir justicia o siquiera tener un diálogo significativo? La subjetividad extrema en lo filosófico siempre conlleva al caos en lo político y lo social, porque despoja a la comunidad de cualquier base común para la acción, la moralidad y la cohesión.

Si la ciencia es solo "una narrativa" y los datos son "interpretaciones sesgadas", ¿cómo distinguimos una vacuna de un elixir mágico, o un hecho histórico de una leyenda? Se pierde la capacidad de acumular saber y de aprender de la experiencia, condenándonos a repetir errores.

Si no hay un estándar objetivo de lo que es "correcto" o "incorrecto", la moralidad se reduce a una preferencia personal. Esto puede llevar a una peligrosa falta de responsabilidad, donde las acciones se justifican simplemente porque "se sienten bien" o porque "son mi verdad", ignorando el impacto real en los demás o en el entorno. La búsqueda de una "justicia perfecta" sin anclaje en la realidad puede devenir en una tiranía donde el fin justifica cualquier medio.

Si todas las ideas son igualmente válidas, se vuelve imposible discernir qué camino tomar ante un problema. Cuando el intelecto se desconecta de la realidad empírica y se enreda en un sistema conceptual cerrado, se pierde la capacidad de imponer orden al caos, de construir y de luchar por metas significativas. El victimismo y la queja se convierten en una salida cómoda, pues si no hay una verdad que enfrentar, no hay nada por lo que luchar ni responsabilidad que asumir.

En el fondo, el relativismo extremo a menudo ignora la existencia de una naturaleza humana y de realidades biológicas y empíricas que nos definen. Negar esta naturaleza universal es una abstracción. Los seres humanos compartimos necesidades, emociones básicas y patrones de comportamiento que trascienden las construcciones culturales. El dolor es dolor, el hambre es hambre, y la búsqueda de significado es una constante. Estas no son "verdades" construidas, sino realidades inherentes a nuestra existencia.

La sociedad, lejos de ser una pizarra en blanco que se puede rediseñar a voluntad, es un organismo complejo con raíces profundas en la historia y la experiencia. Las instituciones, las leyes y las costumbres no surgieron de la nada. Tienen su razón de ser. 

No se trata de abogar por un dogmatismo rígido o de negar la importancia de la perspectiva individual. La interpretación es, sin duda, un acto personal. Sin embargo, reconocer la subjetividad no es lo mismo que negar la existencia de un mundo objetivo al que nuestras subjetividades intentan dar sentido.

El intelecto no debe ser una mera herramienta para fabricar "verdades" convenientes. Su función primordial es la búsqueda de la verdad, de acercarnos a una comprensión más precisa de la realidad, por compleja y a veces incómoda que esta sea. Esto implica valorar los hechos. 

Reabrir el debate sobre la verdad objetiva no es un llamado a la uniformidad, sino a la coherencia. Es un reconocimiento humilde de que, más allá de nuestras perspectivas individuales, hay un mundo que opera con sus propias leyes, y que ignorarlo es condenarnos a la confusión y, en última instancia, al fracaso de nuestras aspiraciones más profundas. La verdadera libertad no reside en crear nuestra propia realidad, sino en comprenderla para actuar con sabiduría y propósito.

Gustavo Godoy

Edmund Burke y el Fracaso de las Utopías

 


En el vasto universo del pensamiento filosófico y político, pocas voces resuenan con la perspicacia y la cautela de Edmund Burke. Este pensador angloirlandés nos legó una profunda reflexión sobre por qué las utopías, esos ideales de sociedades perfectas, están condenadas al fracaso. Para Burke, el anhelo de perfección en la Tierra, lejos de construir un paraíso, a menudo pavimenta el camino hacia el caos y la tiranía.

Burke sostenía que las utopías tropiezan porque ignoran la intrincada complejidad de la sociedad y la naturaleza humana. Los utópicos, cegados por un ideal abstracto, prefieren imponer sus visiones teóricas en lugar de respetar la evolución orgánica de las instituciones y la sabiduría acumulada a través de la tradición. Veía con gran recelo cualquier intento radical de desmantelar el orden social existente para reconstruirlo desde cero.

Un claro ejemplo de esta peligrosa ambición fue la Revolución Francesa, un evento que Burke criticó vehementemente. Los revolucionarios, impulsados por la "razón pura" y la búsqueda de una sociedad perfecta basada en la igualdad y la libertad absolutas, demolieron estructuras sociales, tradiciones y jerarquías que habían evolucionado durante siglos. Para Burke, estas instituciones, con todas sus imperfecciones, representaban una sabiduría heredada, un andamiaje que no podía ser derribado sin consecuencias catastróficas. La monarquía, la nobleza y la Iglesia, más allá de sus defectos, habían provisto estabilidad y un marco social durante generaciones. Su abolición indiscriminada no fue un acto de liberación, sino una invitación a la anarquía.

Se podría decir que el fracaso de los proyectos utópicos se cimienta en una tríada fatal: la ignorancia, la ingenuidad y la arrogancia.

Los utópicos suelen operar bajo la ignorancia de la verdadera complejidad social. Asumen que la sociedad es una suerte de máquina que puede ser desmantelada y reensamblada a voluntad, guiándose únicamente por principios racionales. Burke, en contraste, concebía la sociedad como un organismo vivo, con raíces profundas en la historia, la costumbre y la tradición. No comprenden que las instituciones, leyes y costumbres existentes no surgieron de la nada; son el resultado de siglos de adaptación, errores y aciertos. Contienen una "experiencia destilada", una sabiduría colectiva que no puede ser replicada ni mejorada con un diseño puramente racional. Al ignorar esta evolución orgánica, los utópicos desprecian lo que no entienden, creyendo que todo lo antiguo es inherentemente defectuoso. Además, subestiman la interconexión sistémica: un cambio, aparentemente pequeño en un área, puede desencadenar efectos dominó impredecibles y devastadores en todo el tejido social.

La ingenuidad es otro pilar fundamental en la caída utópica. Los críticos del orden establecido a menudo tienen una visión excesivamente optimista y simplista de la naturaleza humana. Creen que, una vez eliminadas las estructuras "opresivas", los individuos se comportarán de manera racional, virtuosa y altruista. Burke, por su parte, era un realista implacable sobre las imperfecciones humanas: la envidia, el egoísmo, la ambición y la irracionalidad son fuerzas potentes que no desaparecen solo con un cambio de gobierno o de leyes. Al desmantelar las tradiciones y autoridades, los utópicos eliminan ingenuamente los mecanismos de contención social –como la religión, la moralidad heredada o las jerarquías naturales– que, aunque imperfectos, canalizan y moderan los impulsos más oscuros de la humanidad. El resultado no es la libertad absoluta, sino el desorden y, finalmente, la tiranía que surge del caos.

Quizás el factor más peligroso de todos sea la arrogancia intelectual. Los utópicos se posicionan como los únicos poseedores de la verdad y la solución a los problemas del mundo, despreciando la opinión y la experiencia ajena. Su actitud de "esto está mal, hay que cambiarlo" los lleva a creer que tienen el derecho y la capacidad de rediseñar la sociedad desde cero, sin ver la necesidad de reformas graduales o de respetar la sabiduría del pasado. Su impaciencia y su convicción de poseer la "razón pura" los ciegan ante los peligros de la experimentación social a gran escala. Esta arrogancia les impide anticipar y reconocer las consecuencias no deseadas de sus acciones. Cuando un cambio radical no produce la utopía prometida, sino una distopía, los utópicos a menudo redoblan sus esfuerzos, atribuyendo el fracaso a una implementación insuficiente de sus ideas o a la resistencia de "enemigos". Esto puede escalar rápidamente a la represión y la violencia, como se vio trágicamente en el Reino del Terror durante la Revolución Francesa. Paradójicamente, la búsqueda de una utopía perfecta, basada en una visión limitada y arrogante, a menudo culmina en una distopía autoritaria donde la libertad y la diversidad son sacrificadas en el altar de un ideal inalcanzable.

Para Burke, la sociedad no es un mero contrato utilitario que puede ser roto a voluntad, sino un contrato perpetuo que vincula a los muertos, los vivos y los aún no nacidos. Es una herencia preciosa que debe ser conservada y mejorada con prudencia y respeto, no demolida en nombre de fantasías abstractas. El verdadero camino hacia una sociedad mejor, según Burke, radica en la reforma gradual, el respeto por la herencia histórica y una comprensión humilde de la complejidad de la naturaleza humana, en lugar de caer en la trampa de las revoluciones radicales.

Ahora bien, el futuro lo soporta todo: es una pizarra en blanco que permite prometer un mundo perfecto con una facilidad desconcertante. Las utopías, en su concepción más pura, son impecables en la imaginación, seductoramente sencillas en la discusión de café o en el foro de redes sociales, donde "ingenieros sociales" juegan a ser dioses con la vida de millones.

Hoy, ecos de esta mentalidad utópica resuenan en ciertos segmentos de la izquierda "woke", que a menudo exhiben una profunda desconfianza hacia las instituciones tradicionales y una ferviente convicción en la necesidad de desmantelar estructuras percibidas como injustas u opresivas. Al igual que los jacobinos franceses, algunos impulsan cambios radicales en la cultura, el lenguaje y las normas sociales, a veces con una impaciencia que no siempre considera las complejidades inherentes a la condición humana o las consecuencias imprevistas de erradicar de golpe sistemas arraigados. 

La búsqueda de una "justicia perfecta" o una "equidad total" puede, según la lógica burkeana, ignorar la sabiduría acumulada de la tradición y la fragilidad de un orden social que, aunque imperfecto, proporciona estabilidad.

Pero, como nos advierte Edmund Burke, la realidad es mucho menos maleable. Una vez que el utópico abandona el reino de las ideas y comienza a construir su paraíso terrenal, la verdad irrefutable se impone: las utopías son un desastre en la práctica. Aquello que se concibe como un paraíso, termina ineludiblemente convirtiéndose en un infierno.

 La razón es clara: la sociedad y la naturaleza humana son entidades complejas, orgánicas, llenas de matices y contradicciones, que se resisten a ser encajadas en esquemas teóricos rígidos. La ignorancia de esta complejidad, la ingenuidad sobre las imperfecciones inherentes al ser humano y la arrogancia intelectual de creerse poseedor de la verdad absoluta, son la tríada que transforma el sueño en pesadilla.

La historia nos enseña que el camino hacia la perfección, pavimentado con estas intenciones, a menudo conduce al totalitarismo y a la opresión, sacrificando la libertad en el altar de un ideal inalcanzable.


Gustavo Godoy

La guerra y el espíritu

 


Dos cosmovisiones prominentes. Por un lado, la cosmovisión de la bondad, la abundancia y la conexión, que prioriza la empatía, la justicia social y el apoyo mutuo. Es una visión hermosa que aspira a un mundo sin sufrimiento, donde la interconexión es la clave. 


Sin embargo, en su forma extrema, puede llevar al victimismo, la queja constante y la ineficiencia, perdiendo de vista la necesidad de acción y responsabilidad. Si la búsqueda de la bondad sacrifica la eficiencia y la capacidad de producir, la sociedad, tarde o temprano, colapsa.


Por otro lado, la cosmovisión de la dureza, la escasez y la competencia, que valora la fuerza, la valentía, la disciplina y la eficacia. Esta perspectiva reconoce la realidad de un mundo con recursos limitados y desafíos constantes, donde la superación personal y la autosuficiencia son virtudes cardinales. 


Un individuo o una sociedad guiados por esta visión buscan imponer orden al caos a través del esfuerzo consciente. No obstante, llevada al extremo, esta visión puede volverse insensible, egoísta o incluso cruel, despreciando la compasión y la conexión humana en nombre de la victoria.


Frente a estas dos visiones polares, emerge la figura del “guerrero espiritual” como una alternativa poderosa y pragmática. Esta cosmovisión integra lo mejor de ambos mundos, creando una filosofía para la vida que no solo permite la supervivencia, sino que impulsa el florecimiento humano en su máxima expresión. No es una fantasía intelectual, sino una herramienta para la vida basada en la realidad.


Este ideal comprende que el mundo es, en efecto, un lugar de dureza y escasez. Sabe que la vida exige acción, disciplina y responsabilidad inquebrantable. Reconoce que las dificultades no son oportunidades para templar el espíritu y fortalecer la voluntad. Sabe que el crecimiento solo viene a través de la capacidad de superar obstáculos. La fuerza, en este sentido, no es una virtud vacía, sino la capacidad inherente de sobrevivir, de ser autosuficiente y de ejercer autonomía frente a las circunstancias.


Sin embargo, el guerrero espiritual se distingue del mero "guerrero" por su profunda comprensión de la bondad, la conexión y un propósito superior. Su valentía no es ciega; está anclada en una compasión activa. Entiende que la conexión social (amistad, familia, comunidad) no es una debilidad, sino una fuente inmensa de fuerza y recursos. La empatía no paraliza, sino que lo impulsa a defender la justicia y a proteger a los vulnerables con decisión. Lucha, sí, pero no por egoísmo o dominación, sino por un ideal de equilibrio, armonía y dignidad.


Para el guerrero espiritual, la eficiencia no se sacrifica en nombre de la bondad, ni la bondad se desecha por la eficiencia. Ambos se entrelazan. La bondad sin la fuerza y la eficacia para actuar se vuelve inerte, una mera intención sin impacto en un mundo que demanda acción. La fuerza sin la guía de la bondad y un propósito noble puede degenerar en tiranía o destrucción.


La cosmovisión del guerrero espiritual propone un ser humano activo, reflexivo y disciplinado. Un individuo que abraza la vitalidad y la individualidad, pero que las moldea a través de una gestión sabia de sus emociones, resistiendo la tiranía de la gratificación instantánea y la queja infructuosa. Impone una forma de la existencia, no solo para sobrevivir, sino para florecer con propósito y servir a un bien mayor.


En un mundo que oscila entre la pasividad sentimental y la agresividad desmedida, el guerrero espiritual ofrece una tercera vía que equilibra y trasciende ambas posturas: la del individuo que se forja en la dureza de la realidad, pero que lo hace con el corazón abierto y la mente clara, listo para enfrentar cualquier prueba.


Gustavo Godoy

domingo, 13 de julio de 2025

La prueba de fuego: La supervivencia como validación filosófica

 

La vida moderna, con sus comodidades, redes sociales y constantes distracciones, nos permite el lujo de jugar con ideas. Ideas que suenan muy bien en la universidad, en un café de moda o en un debate online. Pero, ¿qué pasa cuando la realidad golpea? ¿Qué pasa cuando la teoría se encuentra con la supervivencia pura y dura?

Imaginen una isla desierta. Sin influencers, sin algoritmos, sin nadie a quien culpar. Solo tú y la realidad cruda. En ese escenario, las filosofías se desnudan. No importa cuán sofisticada sea una idea; si no te ayuda a encontrar agua o a construir un refugio, no sirve para nada.

Muchas de las ideas populares de nuestra época —esas que abrazan el victimismo, la queja constante y la desconexión de la realidad— son un lujo intelectual que solo puede permitirse el que vive en la comodidad.

El problema es que estas filosofías se vuelven una indulgencia de niños mimados. Prometen consuelo emocional sin exigir esfuerzo, te enseñan a culpar al "sistema" en lugar de asumir la responsabilidad. Funcionan bien en un mundo donde la comida llega a tu puerta y un techo está garantizado.

Pero en una situación límite, estas ideas son una carga. Si tu filosofía te dice que la vida es una injusticia y que mereces que alguien te salve, te estás condenando.

La supervivencia en una isla desierta no es cuestión de sentimientos, sino de acción y disciplina. 

La capacidad para la supervivencia es la prueba de fuego de cualquier filosofía. Si una visión del mundo te deja paralizado, si te enseña a patologizar cada dificultad o si te desconecta de la realidad empírica, no tiene futuro. Es solo una moda pasajera.

En cambio, una filosofía que valora el esfuerzo, el autocontrol y la responsabilidad es una herramienta para la vida.

En la isla, no sobreviven los que se quejan más fuerte, sino los que actúan con sentido común y disciplina. La vida en su estado más puro no pide permiso ni ofrece excusas. Nos exige adaptarnos, construir y luchar.

Una filosofía válida nos equipa para enfrentar la dureza de la existencia. Nos enseña a imponer orden al caos, a valorar la acción sobre la pasividad y a reconocer que el crecimiento solo viene a través del esfuerzo consciente. 

Si tus ideas no te sirven para sobrevivir, no te sirven para vivir. Es hora de dejar de lado las fantasías intelectuales y abrazar una visión de la vida que se basa en la realidad.


Gustavo Godoy

La trampa intelectual: ¿Por qué la gente inteligente cree en ideas insensatas?

 



¿Por qué, en un mundo que valora la razón y la evidencia, las personas con inclinaciones intelectuales a menudo abrazan ideas que parecen desconectadas de la realidad? Esta pregunta es crucial, especialmente cuando esas ideas son enseñadas en universidades, difundidas por los medios y discutidas en círculos profesionales de humanidades. A menudo, estas creencias se adoptan no porque sean verificables, sino porque confieren estatus y pertenencia social.

La adopción de ciertas ideas, a menudo progresistas o utópicas, funciona como un "capital cultural" en la clase media urbana, particularmente entre profesionales de la educación, las artes y la comunicación. En estos círculos, el prestigio no se mide solo por el éxito económico, sino por la sofisticación intelectual y la postura moral.

Creer en ideas que desafían la realidad —a menudo ideas complejas y aparentemente "profundas"— se convierte en una forma de diferenciarse de la "gente común". No se trata de la búsqueda de la verdad, sino de la búsqueda de la “distinción”.

Cuando una idea se convierte en un símbolo de estatus, su función principal es señalar virtudes. Adoptar una postura sobre las injusticias globales o defender visiones radicales del futuro te hace parecer "iluminado" y moralmente comprometido. Esto genera un sentido de pertenencia a un grupo social y profesional que se percibe a sí mismo como vanguardista y consciente.

El problema central radica en que estas ideas a menudo se basan en teorías que, en su afán por criticar el “statu quo”, minimizan la importancia de la realidad empírica y la naturaleza humana. 

La atracción por lo "nuevo" y lo "transgresor" es fuerte en los círculos intelectuales. La historia de la filosofía muestra una tendencia a favorecer las teorías que desafían el sentido común, incluso si no son prácticas o verificables. Al desconectarse de la realidad, estas ideas se vuelven menos sobre la comprensión del mundo y más sobre la creación de un sistema conceptual cerrado, accesible solo para los "iniciados".

Las universidades, las escuelas, las artes y los medios de comunicación juegan un papel crucial en la propagación de estas ideas. Cuando ciertas teorías se establecen como dominantes en el ámbito académico, se enseñan como verdades aceptadas, a menudo sin un escrutinio adecuado. Esto crea un ciclo en el que los estudiantes aprenden a adoptar estas ideas para encajar en sus entornos intelectuales y profesionales.

Si bien la reflexión crítica es esencial para el progreso, es fundamental cuestionar si las ideas que abrazamos realmente nos ayudan a comprender la complejidad del mundo o si simplemente nos hacen sentir "cool".

Esta señalización de virtud prioriza la apariencia sobre la acción. Se celebra el discurso sobre la injusticia, pero el compromiso real con la realidad a menudo es mínimo.

Quizás sea tiempo de reevaluar la función del intelecto. No debemos verlo como un simple símbolo de estatus o superioridad moral, sino como una herramienta dedicada a la búsqueda de la verdad.

La teoría es importante, sí, pero también debemos valorar la evidencia, el sentido común y la realidad objetiva. Solo así podremos superar la trampa de abrazar ideas insensatas por el mero hecho de que confieren estatus social.

Gustavo Godoy

sábado, 12 de julio de 2025

Sartre y la Naturaleza Humana: ¿Una Idea Fuera de Moda?

 



En el corazón de muchos debates contemporáneos sobre la identidad, la libertad y el propósito humano, subyace una pregunta fundamental: ¿existe una naturaleza humana? Es decir, ¿hay un conjunto de características innatas, universales e inmutables que nos definen como especie, más allá de nuestra cultura o educación?

Hoy en día, la respuesta predominante en ciertos círculos intelectuales y culturales tiende a ser "no". Se argumenta que somos seres maleables, que nuestra identidad es una construcción social, y que somos libres de definirnos a nosotros mismos sin límites preestablecidos. Esta idea, aunque a menudo se presenta como una verdad evidente, tiene un origen filosófico muy específico y una influencia que quizás no siempre reconocemos: la del francés Jean-Paul Sartre.

Sin lugar a dudas, la muy popular filosofía de Sartre ha moldeado nuestra forma de pensar sobre la naturaleza humana. Ahora, si bien su visión fue revolucionaria, se construyó sobre una radicalización de ideas abstractas. Al ser meramente especulativa y carecer de una observación objetiva de la realidad, su teoría, en su afán por defender la libertad, terminó por ignorar aspectos fundamentales de nuestra existencia, como la biología y las complejas estructuras que determinan nuestro entorno.

Jean-Paul Sartre, figura cumbre del existencialismo francés del siglo XX, proclamó una de las frases más influyentes de la filosofía moderna: "La existencia precede a la esencia". Para entenderlo, pensemos en un objeto, como una silla. Una silla tiene una "esencia" (su propósito, su diseño) antes de que exista físicamente. El carpintero la concibe antes de construirla.

Sartre argumentó que, para los seres humanos, esto es al revés. No nacemos con un propósito o una naturaleza predefinida por un creador o por la biología. Primero, simplemente existimos. Y una vez que estamos en el mundo, somos nosotros quienes, a través de nuestras elecciones y acciones, creamos nuestra propia "esencia". Estamos "condenados a ser libres", lo que implica una responsabilidad abrumadora por todo lo que somos y hacemos.

Esta idea resonó profundamente en una Europa de posguerra, marcada por la opresión y la necesidad de reconstruir el sentido de la vida. Ofreció una poderosa justificación para la libertad individual y el compromiso político. Si no hay una naturaleza humana fija, entonces no hay excusa para la inacción o la sumisión.

Para comprender mejor la visión de Sartre, es útil ver de dónde extrajo sus ideas. Sartre se nutrió de la fenomenología de Edmund Husserl y de la filosofía de Martin Heidegger. De Husserl tomó la idea de que la conciencia no es una "cosa" con un contenido fijo, sino una actividad que siempre se dirige hacia algo. De Heidegger, la noción de que la existencia humana (el Dasein) no tiene una esencia predeterminada, sino que es un "ser-en-el-mundo" que se define a sí mismo.

Sartre radicalizó estas ideas. Si la conciencia no es una "cosa", entonces es una "nada" pura, un vacío de posibilidades. Si no hay esencia, la libertad es absoluta. 

Se puede argumentar que la filosofía de Sartre, aunque intelectualmente sofisticada, estuvo fuertemente motivada por un impulso político y ético: la necesidad de afirmar la libertad y la responsabilidad frente a la tiranía y el determinismo. En su afán por liberar al ser humano de cualquier atadura, Sartre construyó una visión de la libertad tan radical que, paradójicamente, se volvió abstracta y, en ciertos aspectos, desconectada de la realidad empírica.

La biología moderna, la genética y la psicología evolutiva sí nos muestran que los seres humanos compartimos un conjunto de predisposiciones, necesidades y patrones de comportamiento que son universales. Desde la necesidad de alimento y refugio hasta la capacidad de sentir emociones básicas (alegría, tristeza, miedo), pasando por la tendencia a formar lazos sociales y a desarrollar el lenguaje, hay elementos que trascienden las diferencias culturales. Sartre, al centrarse en la "nada" de la conciencia, parece dejar de lado estas realidades biológicas que, de hecho, limitan y dan forma a nuestra existencia.

Si bien la idea de una naturaleza humana ha sido utilizada históricamente para justificar jerarquías o limitaciones, no reconocerla en absoluto nos lleva a otros problemas. Argumentar a favor de una naturaleza humana no significa caer en un determinismo rígido, sino reconocer que existen ciertos universales humanos.

Estos universales pueden manifestarse de diversas maneras culturales, pero la capacidad subyacente (por ejemplo, la capacidad para el lenguaje, la moralidad, la socialización) parece ser inherente a nuestra especie. Ignorar estos fundamentos nos impide comprender plenamente por qué los humanos, a pesar de sus diferencias, comparten tantas similitudes en sus estructuras sociales, sus emociones y sus aspiraciones.

Si bien la influencia de Sartre en la intelectualidad actual es innegable, su énfasis en la libertad y la responsabilidad ha calado particularmente en la izquierda. Esta visión ha empoderado a muchas personas y ha impulsado importantes movimientos sociales.

Sin embargo, al radicalizar la idea de la libertad y al minimizar el papel de la “naturaleza” en la formación del ser humano, su filosofía ha contribuido a una perspectiva que, en su afán por la absoluta indeterminación, puede ignorar la riqueza y complejidad de nuestra realidad.

De pronto, es hora de reabrir el debate sobre la naturaleza humana, no para volver a viejos dogmas, sino para buscar un equilibrio. Un equilibrio que reconozca tanto nuestra innegable capacidad de elección y auto-creación como las realidades objetivas y universales que nos unen y nos dan forma como seres humanos. Solo así podremos tener una comprensión más completa y matizada de quiénes somos.


Gustavo Godoy


domingo, 25 de mayo de 2025

El mito del lector sabio

 



La lectura, no cabe duda, goza de un gran prestigio. Pero, al mismo tiempo, muchas personas la consideran una actividad aburrida, que consume mucho tiempo y no es particularmente útil. De hecho, últimamente, leer se ha vuelto una obligación tediosa que algunos cumplen, mientras el resto debería cumplir, pero no lo hace. En efecto, una de las quejas más comunes es que "la gente ya no lee", como si fuera una falla moral de nuestro tiempo. Y los puritanos de la lectura no dudan en sermonear con frecuencia: "¡Hay que leer!". Esta dinámica, sin lugar a dudas, es curiosa.

Por otro lado, muchos de los que sí leen tienden a romantizar la actividad como algo mágico y todopoderoso. Nos encontramos con frases como "quien lee, conoce mil vidas", “La lectura me salvó”, o "leer es la mejor forma de viajar sin moverte de casa". En la actualidad, la lectura se ve atrapada entre dos extremos: el menosprecio indiferente, por un lado, y la idolatría extrema, por el otro.

Ahora bien, una de las principales limitaciones de la lectura es su capacidad para estimular y reforzar nuestra subjetividad. Cuando leemos, el conocimiento no se absorbe de forma pasiva ni neutra. Cada palabra, cada idea, es filtrada a través de nuestras propias experiencias, creencias, prejuicios y emociones. Este proceso, si bien es enriquecedor por su potencial para la reflexión, también nos expone al riesgo de crear una "falsa sabiduría".

Al leer la palabra 'silla', nuestra mente evoca una imagen basada en nuestras propias vivencias. No obstante, esa silla que imaginamos no es necesariamente la misma que concibió el autor. A pesar de esta diferencia, tendemos a creer, de forma consciente o no, que existe una conexión íntima y directa entre nosotros y el autor. Error.

Leyendo mucho, podemos llegar a la conclusión de que hemos adquirido un conocimiento profundo, cuando en realidad lo que hemos hecho es repletarlo con nuestros propios sesgos y limitaciones. Asumimos que lo que leemos es la verdad absoluta o la única perspectiva válida, olvidando que la interpretación es siempre un acto personal. El peligro radica en que esta "sabiduría" autoproclamada nos aísla, impidiéndonos ver otras realidades o cuestionar nuestras propias suposiciones. ¿Recordemos el Quijote?

Es fundamental recordar que la escritura es una invención humana. No es una representación inherente de la realidad, sino un sistema simbólico que creamos para representar el mundo. Como toda invención, tiene sus límites.

La escritura como canal de comunicación es por naturaleza imperfecta e incompleta. Un texto jamás podrá capturar la totalidad de una experiencia, una emoción o un concepto. Siempre habrá matices, complejidades y perspectivas que se pierden al traducir el pensamiento a la palabra escrita. Esta representación no es ni perfecta ni completa, y creer lo contrario nos lleva a una comprensión sesgada y parcial.

Si no somos conscientes, la lectura puede acarrear ciertos riesgos. Por ejemplo, si solo leemos aquello que confirma nuestras ideas preexistentes, la lectura puede convertirse en una "cámara de eco" que refuerza nuestros prejuicios en lugar de desafiarlos. Por otro lado, una inmersión excesiva en el mundo de los libros puede llevarnos a un distanciamiento de la realidad tangible y de la interacción social directa, elementos cruciales para una comprensión completa del mundo.

Otra cosa. en la era actual, la facilidad de acceso a la información puede resultar en una "digestión" superficial de los contenidos. Leemos mucho, pero comprendemos poco en profundidad.

Además, si el lector se limita a absorber lo que el autor dice sin cuestionarlo, corre el riesgo de delegar su propio pensamiento crítico, adoptando pasivamente las ideas de otros en lugar de desarrollar las suyas propias.

Es importante aclarar que la lectura no es un sustituto de la experiencia directa. Sin embargo, a pesar de sus limitaciones, tiene grandes beneficios. En primer lugar, desarrolla nuestra capacidad para la abstracción, lo que facilita el pensamiento y la reflexión. Por otro lado, enriquece el vocabulario y el lenguaje, lo que nos ayuda a pensar con más precisión y a comunicarnos de manera más articulada.

Y, por último, la lectura nos aporta capital cultural, al exponernos a muchos referentes culturales compartidos. Esto puede ampliar nuestro alcance social, ya que podemos conversar con otras personas que poseen un capital cultural similar. Claro, la lectura también es un gusto adquirido que se puede llegar a disfrutar mucho solo por sí mismo: el puro placer de leer.

El verdadero valor de la lectura no reside en alcanzar una supuesta sabiduría perfecta ni en escapar de la realidad, sino en la capacidad crítica que desarrollamos para navegar sus páginas. Al reconocer sus límites y abrazar su naturaleza subjetiva, transformamos la lectura de una obligación o una idolatría, en una herramienta poderosa para la reflexión, la empatía y un diálogo constante con el mundo, tanto el que imaginamos como el que vivimos.

 

Gustavo Godoy 

domingo, 18 de mayo de 2025

El Humanismo Vitalista





Vivimos en una época paradójica. Por un lado, la tecnología nos ofrece posibilidades de conexión y conocimiento sin precedentes. Por otro, asistimos a una suerte de inflación emocional, una exaltación constante de la subjetividad que, lejos de empoderar, a menudo nos confina en laberintos de victimismo y queja. El Romanticismo, con su innegable legado en el arte y el pensamiento, parece haber desbordado sus propios cauces, inundando la esfera pública y privada con una sensibilidad a flor de piel que, en ocasiones, paraliza la acción y difumina la responsabilidad individual.


Ante este panorama, emerge la necesidad de un nuevo enfoque, una perspectiva de filosofía práctica que rescate la centralidad del ser humano sin caer en los excesos de un sentimentalismo desbordado o en la negación de la capacidad individual para transformar la propia existencia. Es en este contexto donde propongo lo que he denominado Humanismo Vitalista.


Este humanismo se fundamenta en una afirmación enérgica de la vida y del potencial inherente a cada individuo. No se trata de una mera contemplación de nuestras capacidades, sino de un llamado a la acción, a la puesta en práctica consciente de esa fuerza vital que nos impulsa a crecer y a expandir nuestros límites. La inercia, esa fuerza viscosa que nos ata a la comodidad de lo conocido, se erige como el principal adversario a vencer. Crecer implica riesgo, esfuerzo, la valentía de aventurarse en territorios inexplorados. Sin embargo, es en esa ascensión donde reside la verdadera plenitud.


El Humanismo Vitalista reconoce la importancia de la emoción como motor de la experiencia humana, una herencia valiosa del Romanticismo. No aboga por una frialdad racionalista que niegue la riqueza de nuestro mundo interior. Sin embargo, postula la necesidad de una gestión consciente de esas emociones, una disciplina que permita canalizar su energía de manera constructiva. Aquí es donde una relectura del carácter clásico se vuelve fundamental. La prudencia, el equilibrio y el autocontrol no son meras restricciones, sino herramientas esenciales para dirigir nuestra vitalidad hacia metas significativas a largo plazo, resistiendo la tiranía de la gratificación instantánea.


La reflexión se erige como guía de esta acción vitalista. No se trata de actuar por mero impulso, sino de analizar, considerar las consecuencias y elegir el camino con sabiduría. La inmediatez de las emociones y las costumbres arraigadas no siempre señalan el sendero del crecimiento. Es necesario un ejercicio constante de la razón para discernir, para separar lo valioso de lo superfluo, lo constructivo de lo autodestructivo.


Influenciado por la visión de Friedrich Nietzsche, el Humanismo Vitalista abraza la auto-superación como un imperativo fundamental. La vida no es un estado estático que deba ser simplemente aceptado, sino un devenir constante, una metamorfosis perpetua. El anhelo de ser más, de alcanzar una versión más completa de nosotros mismos, es la fuerza que impulsa este movimiento. Las dificultades y los obstáculos no son vistos como fatalidades, sino como oportunidades para fortalecer nuestra voluntad y templar nuestro espíritu.


Este humanismo concibe la existencia no como un caos azaroso, sino como un lienzo en blanco donde cada individuo tiene la capacidad y la responsabilidad de imponer su propia forma, su propio orden. Al igual que el jardinero que labra la tierra salvaje, debemos tomar las riendas de nuestra vida y construir un significado a través de nuestras acciones y elecciones. La grandeza reside en esa capacidad de dar forma a nuestro propio destino.


En contraposición a una visión victimista que atribuye todas las penas a fuerzas externas, el Humanismo Vitalista promueve una responsabilidad individual radical. El mito del "noble salvaje", esa idea de una perfección primigenia corrompida por la sociedad, se desmorona ante la realidad de que nada surge de la nada. La dureza, no la facilidad, es nuestro estado inicial. Superar esa inercia, vencer las resistencias internas y externas, es el camino hacia la plenitud.


En esencia, el Humanismo Vitalista propone un modelo de ser humano activo, reflexivo y disciplinado. Un individuo que abraza la vitalidad y la individualidad, pero que las moldea a través del esfuerzo consciente y la gestión sabia de sus emociones. Es una invitación a dejar de ser meros espectadores de nuestra propia existencia y convertirnos en los arquitectos de nuestro propio florecimiento. En un mundo que a menudo nos vende la ilusión de una aceptación incondicional sin esfuerzo, el Humanismo Vitalista nos recuerda que la verdadera grandeza se conquista, paso a paso, con voluntad y disciplina.


Gustavo Godoy


sábado, 17 de mayo de 2025

El carácter clásico en tiempos románticos



Cuando pensamos en la Antigüedad, especialmente en la Atenas clásica de Pericles, debemos recordar algo fundamental: no vivimos en una época clásica. Nuestro tiempo está profundamente marcado por el Romanticismo. Esta corriente domina no todas las áreas de nuestra vida contemporánea, pero sí ha logrado una presencia abrumadora en el arte, la música, la literatura, el pensamiento intelectual y la izquierda política. No obstante, es crucial considerar que, por supuesto, este breve análisis simplifica un fenómeno histórico complejo y diverso. ¿Generalizaciones? Sí. ¿Simplificaciones? Sí. Pero, igual, hagámoslo. Nos puede ayudar a pensar. 

Ahora bien, esta sobrerrepresentación del Romanticismo tiene un lado negativo importante. Podemos caer en el error, consciente o inconscientemente, de creer que cultura es sinónimo de Romanticismo. Esta idea es claramente falsa, además de limitante y excluyente. En gran medida, esto explica por qué ciertos grupos –hombres, conservadores, tradicionalistas, religiosos, empresarios y profesionales técnicos o científicos– suelen sentirse alejados de lo que comúnmente asociamos con la cultura.

A veces parece que para ser culto hay que ser necesariamente bohemio y de izquierda, viviendo en un mundo imaginario y de ideas fanáticas, poco práctico y fantasioso, ¡pero que parece cool!

El énfasis romántico en el individualismo rebelde, la subjetividad y la emoción se une en un culto, a veces excesivo, a la autenticidad. Esta actitud domina en las universidades, los medios de comunicación, la industria creativa, el arte, los libros, Hollywood, las humanidades y la nueva izquierda. Particularmente popular entre los jóvenes urbanos. 

De hecho, esto podría explicar por qué la lectura ha perdido protagonismo entre el gran público. Ciertamente, el cine, la música y la televisión son canales donde la emoción y la impulsividad romántica se expresan de manera muy eficaz. Una especie de retorno a la oralidad. Los libros son muy lentos y reflexivos. O sea, son muy aburridos para una sociedad de pasiones intensas.

Lo que sucede es que el Romanticismo es muy accesible e intuitivo. Es fácil de entender y digerir, y no requiere mucho entrenamiento, reflexión o educación. ¡Hasta un bebé puede quedar cautivado por el Romanticismo!

En cambio, la visión clásica es más contraintuitiva. Requiere esfuerzo y no se adquiere de forma natural. Personalmente, como una forma de protesta y contrapeso, promuevo la lectura de los clásicos. Y cuando digo clásicos, me refiero especialmente a Aristóteles, a los estoicos (Séneca, Marco Aurelio, Epíteto, Cicerón) y a Sócrates como un modelo ejemplar de conducta y virtud.

Para entender la mentalidad romántica, probablemente debemos comprender el mito del "noble salvaje". Según este mito, el estado inicial del ser humano es casi un paraíso. Es decir, sin hacer nada, ya somos prácticamente perfectos. Las imperfecciones llegan después, con la sociedad. Entonces, existe una idea de "robo" o "pérdida" cuya culpa es del sistema. La hipótesis es que somos víctimas del sistema. Por lo tanto, el sistema es lo que debe cambiar, y debemos construir la utopía original donde todo era perfecto. Esta es, obviamente, una visión idealista, poco realista, poco pragmática y, naturalmente, muy cómoda. Y que, en muchos casos, promueve el resentimiento. Mis penas son culpa del otro. 

En lugar del "noble salvaje", el estado inicial es más parecido al de Robinson Crusoe. Nada surge de la nada. La pobreza, no la riqueza, la dureza, no la facilidad, es nuestro estado inicial por defecto. El carácter clásico se basa en la gestión emocional, la reflexión, la prudencia, el equilibrio, la moderación, la armonía, la forma y la virtud. Y aquí es donde entran el autocontrol y el esfuerzo. Valores para nada románticos. 

El autocontrol es la facultad que permite elegir el esfuerzo a largo plazo sobre la comodidad inmediata. Es la capacidad de resistir la inercia y la gratificación instantánea en pos de metas mayores o principios. Una sociedad en la que se confunde el autocontrol con la represión emocional y se cree merecerlo todo sin esfuerzo es una sociedad melodramática, comodona, egocéntrica, quejumbrosa y victimista. Abogamos por una sociedad serena, disciplinada, responsable, estoica y orientada al deber.

El Romanticismo, claro, ha aportado contribuciones esenciales, como la exploración de la subjetividad y el reconocimiento de la profundidad emocional humana. Sin embargo, critico su presencia exagerada y excluyente de otras corrientes. Su hegemonía actual resulta asfixiante.

Quizás la clave para navegar nuestra época romántica no resida en negar su fuerza, sino en cultivar conscientemente y sin idealizar las virtudes clásicas como un faro que nos orienta a un camino un poco más reflexivo y equilibrado en medio de la tanta intensidad emocional.

Gustavo Godoy

domingo, 11 de mayo de 2025

La voluntad de crecer y la inercia


El anhelo de ser más, de expandir nuestras fronteras internas y externas, palpita como un latido vital. Crecer en fuerza, en entendimiento, en la vastedad de nuestras capacidades y alcances se presenta no como un lujo, sino como una necesidad primordial inscrita en lo más hondo de nuestro ser. Sin embargo, en esta ascensión inevitablemente tropezamos con resistencias, murallas invisibles erigidas tanto por el mundo que nos rodea como por los laberintos de nuestra propia psique.

El adversario silencioso de este impulso de crecimiento es la inercia, esa fuerza viscosa que nos retiene en la comodidad de lo conocido. Crecer implica aventurarse en territorios inexplorados, un acto intrínsecamente riesgoso y costoso. Nos confronta con la incertidumbre, nos arroja a un mar de desafíos donde las corrientes son impredecibles. ¡Cuán seductor resulta, entonces, el refugio de la familiaridad! En ese remanso apacible, el camino de la mediocridad se despliega alfombrado de confort. Sin la exigencia del esfuerzo, sin el aguijón del dolor, sin la ofrenda del sacrificio, el espíritu se abandona a un plácido adormecimiento.

Aquellas almas que se aferran a un sentido inamovible de derecho, aquellas que se dejan arrastrar por la marea de sus emociones sin filtro, aquellas que ceden a la pereza como a un suave letargo, inevitablemente se estancan. Sus instintos y sentimientos, aunque poderosos, rara vez señalan el sendero del crecimiento. Porque lo que la inmediatez de las emociones dicta y lo que la costumbre arraigada proclama como "normal" rara vez coincide con el impulso de superación. 

Ante cualquier señal de cambio, ante la punzada del estrés, la mente y el cuerpo, en una danza ancestral por mantener el equilibrio, activan una resistencia homeostática. En esa búsqueda constante de ahorro energético, emerge una sutil pero poderosa oposición a cualquier "nueva normalidad". Con astucia, nuestro ser maquina excusas para perpetuar el statu quo, para aferrarse a la imagen cómoda de quienes somos, evitando así la ardua tarea del progreso. Nos justificamos con una visión romántica, susurrándonos al oído que la única brújula válida es aquello que "se siente bien". Este es el canto de guerra de la mediocridad: la aceptación incondicional de lo que somos en este instante.

Pero en esta complacencia no hay germen de crecimiento. Para elevarnos, para expandirnos, es preciso aspirar a ser aquello que aún no somos, anhelar una versión más grande, más completa de nosotros mismos. El cambio es un sendero empedrado de dificultad, pero no por ello inalcanzable. Y para recorrerlo con éxito, debemos vencer tanto los enemigos externos como aquellos que anidan en nuestro interior. La primera victoria reside en la sabiduría de aceptar que el crecimiento es una necesidad intrínseca, y que, como todo lo valioso, conlleva un costo. Un costo que a menudo se siente áspero, incluso doloroso. A partir de esta aceptación, el camino se ilumina con la claridad del objetivo, se allana con pequeños pasos constantes, y se nutre de la paciencia que permite la adaptación.

Vivimos en un mundo que nos vende la falacia de una aceptación incondicional, envuelta en el celofán de un supuesto "amor propio". Ese es el camino fácil, la promesa ilusoria de ser bellos, fuertes, saludables, buenos y competentes por decreto, sin el sudor de la labor, sin la disciplina del esfuerzo. Basta con proclamarlo, y ya. Esa es la victoria insidiosa de la inercia, que sigilosamente se ha apoderado del mundo, susurrándonos al oído la dulce mentira de la suficiencia estática.

La lucha entre crecer y la inercia define nuestra existencia. El anhelo de ser más choca con la cómoda resistencia interna. Superar esa inercia, aunque doloroso, es la senda hacia la plenitud. No sucumbamos a la falsa promesa de una aceptación estática; la verdadera grandeza reside en la aspiración constante. Hay que alimentar una ambición saludable y una disposición a superar la inercia en la búsqueda de un desarrollo personal continuo. La gran aventura de crecer.


Gustavo Godoy





domingo, 4 de mayo de 2025

Convergencias y divergencias entre Nietzsche y Proust

 


Ambos gigantes del pensamiento, Friedrich Nietzsche y Marcel Proust, exploraron las profundidades del tiempo, aunque desde orillas aparentemente opuestas. El filósofo alemán se sumergió en la concepción cíclica del eterno retorno, mientras que el novelista francés se detuvo en la linealidad destructora del tiempo, rescatado solo por los fragmentos evocadores de la memoria involuntaria. A primera vista, sus perspectivas parecen irreconciliables, un contraste marcado entre la afirmación vitalista del presente y la melancólica reconstrucción del pasado. Sin embargo, una mirada más audaz podría sugerir una complementariedad sutil, un equilibrio dinámico que enriquece nuestra comprensión de la existencia.

Para Nietzsche, el tiempo culmina en la intensidad del instante presente. El eterno retorno, más que una doctrina cosmológica, se presenta como una potente metáfora para abrazar el aquí y ahora con una entrega total. Se trata de vivir cada momento con una intensidad infinita, liberándose de las cadenas del remordimiento por el pasado y la ansiedad por el futuro. Este enfoque vitalista nos impulsa a la acción, a desplegar nuestra voluntad con elegancia y determinación, buscando ese estado de flujo donde nuestras capacidades florecen al enfrentar los desafíos de la vida. Por ende, la gloria reside en la plenitud del presente.

En contraste, Proust concibe el tiempo como una corriente implacable que erosiona la realidad. La recuperación del pasado solo es posible a través de las epifanías involuntarias de la memoria, esos detalles sensoriales que, sin previo aviso, nos transportan a escenas olvidadas. Nuestra identidad se construye entonces como un mosaico fragmentado, ensamblado laboriosamente a partir de estas evocaciones. Existe en esta visión una innegable nostalgia, una conciencia de la pérdida inherente al paso del tiempo. Sin embargo, esta evocación involuntaria se impone como una realidad ineludible, un despertar provocado por estímulos externos que escapan a nuestro control.

Ahora bien, ¿cómo podemos conciliar estas visiones aparentemente opuestas en nuestra vida práctica? Si, como sugiere Proust, el olvido absoluto es una ilusión, entonces la clave reside en la reinterpretación del pasado. Podemos transformar la carga de la nostalgia en una fuente de aprendizaje y enriquecimiento para nuestro presente. El pasado se convierte así en una herramienta valiosa, un depósito de experiencias y enseñanzas que nutren nuestro crecimiento. Despojándolo de su componente trágico y de la sensación de pérdida, lo podríamos integrar como una ganancia, una sabiduría acumulada.

Lejos de rumiar estérilmente sobre el ayer con resentimiento o tristeza, podemos adoptar la vitalidad nietzscheana para volcarnos con energía y atención al presente. El pasado, entonces, no es un lastre, sino un cimiento sobre el cual construimos un presente vibrante y significativo. La convergencia reside en la posibilidad de utilizar la riqueza del pasado proustiano como combustible para la afirmación del presente nietzscheano. Al final, quizás la sabiduría se encuentre en ese delicado equilibrio: reconocer la huella imborrable del tiempo, aprender de sus lecciones y, con esa comprensión, abrazar la intensidad irrepetible del ahora.

Gustavo Godoy